Un ángel en el metro de Nueva York

Un ángel en el metro de Nueva York

 

Una mañana, en el metro sucio y triste de la ruta Pelham Line, donde las personas se agolpaban bajo la pesadez de su rutina, subió al vagón un ángel en un cuerpo menudo y hermoso de mujer.

Sus facciones eran muy agradables. Sus ojos negros brillaban con inteligencia y compasión. Se subió a ese vagón triste donde gente triste se sentaba en los asientos metálicos. De pie, tan sólo había unas seis personas.

Venía cargada con un acordeón rojo de teclas blancas y negras. Y a voz en grito preguntó: ¿hay alguien que pueda traducir lo que digo? Porque voy a ofrecer una sesión más del vagón de la felicidad, ¿Quién me puede traducir por favor?

Rápidamente, se ofreció un señor mejicano que dominaba el inglés y el español. Probablemente, el menos apesadumbrado de los viajeros que había en ese momento. Y empezó a traducir:

  • Soy conocida como la loca del metro y quiero cantarles una canción para alegrar sus corazones.

  • Porque somos un único corazón…

El público, entre aburrido e indiferente, seguía sin levantar la vista de sus móviles. Hace tiempo que no se ven libros ni periódicos.

Y el ángel seguía diciendo: si están deprimidos pidan que les echen una mano, ¡pídanlo…!, exclamaba. Y sacaba una pequeña mano de muñeca y se la enseñaba al público.

Empezó a cantar una alegre canción popular de México. Sólo sonreía su traductor improvisado y, cuando se caía por el vaivén del tren, se agarraba con la mano derecha a la barra metálica que había a su lado. Y tocaba sólo bajos con la mano izquierda.

Entre verso y verso exclamaba: ¡que viva el mundo!

Alternando sonrisas y alegría entre nota y nota.

Al acabar la canción sólo aplaudieron dos personas de las 40 o 50 que podía haber en ese momento en los dos vagones en cuyo centro se ubicaba el ángel de pelo moreno y rizado.

La mayoría de las personas estaban presas de una densidad viscosa gris pesado. Muchos ni levantaron la cabeza. Ni tan siquiera eran capaces de ver a una música que trataba de animarles el día (no pedía nada a cambio, sólo trataba de llevar alegría a ese lugar oscurecido por el peso de la desilusión).

Cuánto menos iban a ver que tenían un ángel delante de sus narices. Un ser brillante, vibrando altísimo. Con una mirada compasiva que desharía el hielo del ártico sólo con mirarlo de frente.

La tenían delante. Al ángel que había bajado de su cielo de querubines, y a la ventana por la que podían asomarse a un mundo nuevo.

Pero no lo vieron. Ni lo sintieron. Ni les importó.

Y ella seguía intentándolo: muchas gracias, que se lo pasen muy bien, que sean muy felices y que disfruten mucho la vida…

Y, al abrirse la puerta del vagón en una parada, se bajó agachando la cabeza, y quien sabe si ocultando una lágrima con su pelo.

Nadie hizo nada. Todo siguió igual. Y ella se fue con su acordeón a sembrar alegría a otra estación. Tal vez a Brooklyn, a Queens o a Manhattan. No lo sé.

O tal vez a otro planeta donde hubiera gente más ligera, más despierta. Más dispuesta a disfrutar de los regalos que de cuando en cuando nos ofrece la vida.

Me cuentan que, tiempo después, se fue a un metro de Canadá donde el público si que supo disfrutar de su arte y de su belleza, y que supo tomar de ese torrente de energía que se abría ante ellos.

Ayer, domingo, siguiendo su ejemplo, puse un cartel en tamaño A3 en un contenedor al lado de mi casa. Vivo tocando el rio, junto a un puente del Camino de Santiago por el que pasan innumerables peregrinos y peregrinas. Pescadores, domingueros y domingueras…muchísima gente. También vienen una o dos veces al año seguidores de una religión evangelista a bautizarse en la poza que hay debajo del puente, por el que saltamos los chavales y yo cuando se acerca el verano.

En ese cartel puse una frase semilla. Una frase capaz de abrir ventanas en tu conciencia. Un Llave, en definitiva, que puede abrir a las personas a una dimensión superior de su consciencia.

E, igual que lo que le sucedió a Flor -este es el nombre terrenal del ángel- no lo vio nadie. La mayoría pasaban al lado mirando al suelo o mirando al móvil. Con pensamientos fijos en la cabeza que la anclaban de tal modo que era difícil girarla para ver que había a los lados.

Y, que yo sepa, nadie miró.

¿Qué pasa si alguien lo mira, lo lee, lo siente?

Que se producen cambios. Comprensiones. Que se alivian los dolores porque se comprende que esto que llamamos vida, rutinaria, poco estimulante, se puede transformar en Vida, llena de sentido y de emoción inagotable.

Hay que pasar cerca, sentir que hay algo por ahí, escucharlo con el corazón, pararse, leerlo, y sentirlo de nuevo plenamente. Seguir caminando para integrar su efecto. Y dejarle hacer.

¿Y que pasa si llevo a alguien y se lo enseño?. Nada. Si no hay proceso, no hay resultado.

Y ahí se ha quedado, el cartel y la vibra de Flor.

Flor tiene por nombre, y Amargo por apellido.

Que duro es saber que hay alternativas maravillosas para vivir y que, no las puedes mostrar si el nivel de conciencia no está lo suficientemente abierto como para comprenderlo. Intuirlo. Atisbarlo.

Que duro saber que hay solución y no poder implementarla porque no hay comprensión, ni interés, ni ganas. Porque muchos se han acostumbrado al tedio y la frustración es su compañera de cama. Y no mueven un dedo por salir de ahí.

Pero si hay alguien a quien ya la vida le duele mucho, que busque con la mirada aviesa, que puede que a su alrededor haya un ángel deseoso de darle lo que necesitas para despertar.

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Omkar Carabia

Omkar Carabia

Director de Amari Yoga

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